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Dr. Lee Manosagujas

De camino a casa entendí que había llegado el momento de ordenar y limpiar la azotea: pensamientos contradictorios desparramados por el suelo para que uno se los lleve puestos, miedos colgando de telarañas, ansiedades hechas polvo en las superficies irregulares y angustias justificadas un día y otro no debajo de la cama, del sofá, de los zapatos y de cualquier otra cosa.
Esta gente no quiere trabajar por vocación sino por dinero y te cuentan la historia que más les cierra a ellos (“A nosotros no nos gusta hacer perder el tiempo a los pacientes. Si al tercer mes de clomifeno no hay resultados comenzamos con los tratamientos de fertilidad”, “¿Pero si ovulo todos los meses aunque tenga SOP…? Pregunta que quedó por la mitad flotando en el aire como esos globos llenos de helio que se pierden entre nubes o, peor aún, quedan pegados en los techos con metros y metros de altura. Los ves ahí desinflarse con los días y no podés hacer nada).
Mi caso no estaba justificado, por lo menos para mí, para dar semejante salto al abismo. Y cuando alcanzo el límite, cuando la cabeza es un perro que en círculos persigue su cola para morderla le quito el mando para cedérselo a la intuición. El perro nunca se deja fácilmente y propina tarascones al negarse a delegar.
Y en medio de ladridos y espuma en boca. Y de giros en círculos. Todo estaba bien. Era otro el camino.
Cuando llegué a casa lo hice como quien llega de la guerra pero sin haber estado en el frente de batalla. Mi marido, como después de conocer a Hulk no ganaba para sustos, me dijo que me apoyaría en cualquier decisión que tomara.
Mi decisión estaba lejos de seguir hormonándome como un pollo. Era ordenar la azotea a lo Mary Poppins: sin mover un pelo. Para eso tendría que llamar a Dr. Lee Manosagujas.
Dr. Lee Manosagujas es un ser pequeñito y achuchable con una sonrisa casi paternal. Te recibe siempre con un guardapolvo blanco repleto de cajoncitos en donde guarda su secreto, el que no enseña porque a gran mayoría le da impresión. Te recibe con el guardapolvo y con unas chanclas azules chinescas con calcetines haciendo juego. El pelo siempre en punta como un erizo, ni un centímetro más corto ni uno más largo. Siempre puntual, dispuesto a brindar el mejor servicio a un precio esperanzador.
Me acosté en la camilla después de contarle mi historia. Me dio una palmadita en la cabeza y me dijo que no me preocupara de nada.
Comenzó el ritual: hizo unos cálculos mentales ayudándose con los dedos, los que metió luego en los bolsillos transformándolos a los segundos en finas barras plateadas y puntiagudas, y, mientras me distraía con su simpático coreano a la española, colocó un sinfín de microantenas por todas partes, también en el vientre. La verdad es que no dolió ni duele nada. “Ahora relax”, me dijo antes de cerrar la puerta. Y asomando la cabecita agregó: “Piensa en cariño, guapa”.
Me dejó reposando una hora más o menos. En esa hora tuve un efecto hielo que cruje al contacto con la bebida. Para finalizar con, cómo diría yo, con el conjuro contra el espíritu maligno de estos tiempos, el estrés y sus ramificaciones, me hizo unas contorciones de pie a cabeza para terminar de quebrar el hielo.
Me levanté de la camilla flotando. Una pluma que se vuela con el viento.
Cuando voy a pagar me doy cuenta de que no tengo la tarjeta de crédito. Me la habían robado o la había perdido. No me importó en lo más mínimo. No me pareció algo para preocuparse. Justo tenía el efectivo que necesitaba, cosa rara en mí.
Al despedirme me saluda diciendo: “Ahora, todo en orden. Puedes ir con cariño”.
Y así me fui levitando hasta el metro sin recordar el motivo de la consulta.

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