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Segundo Trimestre: La foto de mamá

Buenos Aires huele a nostalgia. Cada piedra que levanta la ciudad rocía de lejanía el vacío del antepasado. A veces me da la sensación que es tierra de nadie, Buenos Aires y Argentina entera.
Siempre estamos que nos queremos ir, pero no sabemos nunca bien adónde. Es como esa familia que no elegís pero que te tocó y tampoco está tan mal hasta que está todo re mal y te querés ir a la mierda.
Me preparo un té negro perfumado con dulce de leche criollo. Como una taza no me alcanza me voy a preparar otra, mientras dejo que fermenten un poco las mayúsculas y minúsculas de hoy.
Mi embarazo en Madrid es parte de una vida que parece lejana e irrepetible. Por eso vale más. Y ahí la dejo para que no vuelva, a menos que necesite llamarla, como hoy, con la nostalgia que se abre paso entre burletes y pilas de revistas de decoración apoyadas en las ventanas.
No hay nada que hacerle, siempre hay un bandoneón lagrimeando algo. Algo que es mejor no tener, mejor no hacer, mejor no querer pero que se necesita extrañar y llorar de vez en cuando.
Miro por la ventana, dicen que se viene una ola de frío polar. En esta ciudad considerada recientemente como tropical, el clima es una confusión constante; tal vez es el reflejo mismo de la sociedad. Una semana estamos en camiseta, la otra con guantes y bufanda; la siguiente sufrimos inundaciones y así intentamos adaptarnos a este clima tan inestable como la política misma que nos gobierna.

En esa vida en Madrid hay un recuerdo que rasca las hojas del cuaderno despeluchado que tengo.
Una tarde decidí hablar con mamá. La comunicación no sería complicada, tendría que hablar en voz alta desde donde estuviera. Porque el cielo todo lo escucha. Papá estaba muy enfermo muy joven. Mantenía una relación con el cigarrillo inquebrantable, una relación que solo puede separar la muerte.
En la biblioteca de mi estudio  (habitación donde juntamos, estemos donde estemos, cacharros electrónicos, libros y todo tipo de papel que se multiplica como un Gremlin pero en lugar de agua lo hace con polvo), tenía una foto de mamá-joven a la que decidí hablarle.  Durante mi monólogo, mientras escupía tristeza y resentimiento, la foto se cae dos veces. Nunca antes se había movido de su lugar porque quedaba sujeta por un imán a una placa de metal. Con la primera caída frené la perorata unos segundos sin darle mucha atención. Con la segunda, ya no tuve ganas de seguir balbuceando yoquesés. Me sentí contenida al instante y se me pasaron las ganas de quejarme.  
No dudé que mamá me estaba escuchando atentamente. Su estilo era de pocas palabras y muchos actos. Tal vez quería darme un mensaje o un abrazo. Hoy reescribiendo el apunte, pienso que tal vez fue un reto, una forma de callar la pavada sensiblera que estaba soltándole. María siempre fue práctica y no le gustaba enroscarse al compás de las hormonas. Nunca voy a olvidarme que para ella yo pensaba demasiado.
Y acá estoy dándole vueltas al pasado, para sostener lo que recuerdo con pinzas de cursivas e imprentas. Pensando, para contar una línea de vida que llamo embarazo, ese que empieza con un “positivo, lo felicito”, y que no termina nunca más. Un hijo siempre va unido a un cordón intangible que envía el vientre materno. Ellos no lo saben todavía, no les hace falta. Por el momento.

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