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Tercer trimestre: Lentejas, si quieres las comes, si no las QUEMAS

Camino por el pasillo angosto del 6B de Valcarlos 9. El “piso”, como se dice en la península, pertenece a una “urbanización” que queda frente a unos terrenos áridos muy descuidados pero con liebres, tiene vistas a edificios que parecen estar siempre en construcción y está rodeada de “tiendas” aun tapiadas. Sin embargo, Las Tablas se colorea con un paisaje muy bonito: los pequeños cerros, algunos de ellos con plazas para niños, dan vida y marco al aglomerado de edificios clonados. El barrio maqueta, como me gusta llamarlo, no parece parte de Madrid, podría ser otro lugar del mundo.
Camino por el pasillo tan angosto como el ancho de una bañadera y tan largo como el camino que hace la novia al altar. Voy muy decidida hacia la otra punta del departamento, propulsada por el envión que logré al despegarme del sillón, y súbitamente freno en seco. El tiempo se detiene, el apuro también. ¿Adónde voy? Me quedo algunos segundos con la mirada perdida intentando con inútil esfuerzo recordar qué es lo que me lleva a salir disparada por el pasillo. Como no hay caso, regreso confundida al sillón. Miro las manos, los pies, busco alguna pista sobre la mesa ratona. Me toco el pelo. Nada. 
Decido que es hora de ponerme a preparar el almuerzo ignorando el lapsus. Se me antojan lentejas como plato del día. Corto las verduras que encuentro en la heladera y como todavía no soporto el olor de la cebolla rehogándose, le echo una cucharadita de la deshidratada junto con las otras especias apenas termino de poner las lentejas y el caldo. 
Abro la ventana, dejo que entre el fresco del otoño y salgo de la cocina de dos por dos cerrando la puerta; no quiero que el olor a comida invada la casa que mantengo a pura vela aromática. 
Como quiero aprovechar cada rato al máximo porque todo me lleva el doble de tiempo, decido que es buena idea depilarme (con una arrancapelos eléctrica) mientras el guiso hace blup-blup. Me siento en el piso con un almohadón debajo de la cola para amortiguar el cuerpo de Matrioska y abro las piernas. Me quedo pensando si es posible parir sentada en esa posición al hacer un mal esfuerzo. Borro la idea con un sacudón de cabeza. Por lo general no suelo hacer este tipo de maniobras con mi cuerpo actual; no lo controlo del todo y, sin embargo, ahí estoy. Hoy voy a demostrarme que soy algo más que un bloque. 
 Intento abordar la situación por la derecha, después por la izquierda. La piñata redonda que tengo a mitad de camino no me permite llegar ni a la rodilla. Después, debido a un tirón de cervical, comienzo a ver todo borroso y no sé si es por producto del mareo pero tengo la impresión de que se me empiezan a estirar los brazos y ejecuto contorsiones a lo Elastigirl de Los Increíbles. 
Al rato, revolviendo en mi cabeza, como si fuera un cajón de ropa desordenado, busco una tarea más para hacer por el resto de la mañana o del mediodía o de la tarde. ¿Qué hora es? Y ahí, sin más, me quedo sin respiración, como si me hubiera agarrado los dedos al cerrar ese cajón mental. Trago una saliva áspera que me hace toser. Despacito voy hasta la puerta de la cocina. No se oye nada, ni el blup-blup ni el chac-chac de la tapa cuando el vapor la hace subir y bajar. Abro la puerta despacio, como quien busca pescar a alguien infraganti. Se me ponen los ojos como dos platos. Un Humo negro se escapa por la ventana. Agradezco no tener testigos. Con una cuchara de madera toco para creer del todo lo que veo. Las lentejas son pequeños carbones adheridos entre sí y a la cacerola. 
En un arranque de desesperación, decido eliminar las pistas del asesinato de la legumbre y opto por tirarlo todo: cacerola, carbón y tapa. Pero en España no es como en Argentina, que todo va a parar al mismo tacho de basura. Las opciones son tres: orgánico, papel y cartón o reciclable. La frustración y las ganas de revolear el metal cómplice de un crimen no anunciado me hacen elegir la última. 
Como la culpa me remuerde, al llegar la noche, cuando todos los gatos se vuelven pardos, bajo por el ascensor con el carbón fatto in casa dentro de un hermoso bolso a lunares. Salgo de la urbanización; los contenedores quedan fuera, frente a la ventana del conserje que ahora debe de estar haciendo la recorrida. Comprobando que no pasa nadie, dejo el cacharro con tapa puesta bajo la vereda, pegado a los volquetes de basura. 
Ni bien cierro la puerta de casa, me digo en voz alta y con un dedo índice invisible que me apunta al pecho: “esto no pasó”. 


Ni ese y los siguientes meses pude comer lentejas. El olor profanado se me había pegado a las paredes de la nariz. Y la duda de ser una mujer peligrosa por descuido volvería a abofetearme con cada bocado leguminoso. Lo peor fue cuando, no contenta, quemé sopa. Todavía me pregunto cómo me las ingenié para lograrlo.

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