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Cuando sea mayor

De chica, estar al aire libre no era una sofisticación o una imprudencia: la hora de ir a la puerta no se hacía esperar nunca y los chicos del barrio plagaban las calles para armar grupitos y aventuras alrededor de una o dos manzanas como mucho. Mamá no tenía miedo de dejarnos ir a jugar mientras ella limpiaba la casa: Don Alejandro, con su almacén de la esquina o la pollería de abajo de casa, más allá Doña Berta y Don Alberto con la carnicería y verdulería nos contenían con una protección implícita y silenciosa que nos daba libertad. El miedo y la desconfianza no eran necesarios.
Pero de chica, sobre todo, me gustaba jugar a cantar con instrumentos que fabricaba en casa, armar coreografías y vestuarios, dibujar desde temprano en la mañana con mi mejor amiga y crear historias transformando las camas en montañas, un balcón ínfimo en una playa y un balde lleno de agua en una ola gigante. Ni hablar de los vestidos de dama antigua que me anudaba al cuerpo con las sábanas sucias.
Sin embargo, todo eso era un juego, algo que no podría traspasarse a la vida real. Papá tuvo siempre mucha aversión a lo artístico y mamá una vez me dijo que los artistas lo eran porque a su vez eran hijos de artistas, que esas cosas eran para otros. Eso y la aversión de papá me bautizaron para jamás atreverme a hacer la lectura de que el juego, muchas veces, es la proyección de uno mismo; al menos lo fue en mi caso.
Contradiciendo, en apariencia, lo anterior, hay una grabación que nos hizo mamá en la que nos preguntaba a mí y a mis hermanas: ¿qué vas a hacer cuando seas  grande? La respuesta mía fue dortor y la de mi hermana menor, que en ese momento tenía dos años y medio o por ahí, fue El Chapulín Colorado. Con esto quiero decir que las palabras muchas veces no son más que un conjunto de sonidos infértiles: jamás jugué a ser dortor (ni mi hermana al Chapulín). En mi caso, el miedo-respeto que sentía por estos señores dedicados a la salud me provocaba la necesidad de unirme a la fuerza inescrupulosa de las agujas y remedios horribles para que, quizá, de esa forma, no me tocara la peor parte. El caso de mi hermana sigue siendo un misterio a resolver.
Al tomar un camino distinto al de mi proyección, como si se tratase de la elección de una película para ver en el cine un día de lluvia, me transformé en una nómada experimental, con la sensación de ser la eterna Cenicienta en busca de su zapatilla de cristal con calce perfecto. Los zapatos siempre me quedaron o muy grandes o muy apretados. Pero, eso sí, el modelito los elegí siempre yo. Y aunque afirmo que estuvo bueno probar esto y lo otro, nunca pude sostener una ficción por mucho tiempo.

Hoy miro a Cali y me genera intriga. Con sus tres y medio, todavía es chiquita para adivinar sus inquietudes de largo plazo pero podría decir que le aburre dibujar y le encanta la cocina experimental (te puede hacer una sopa con el rejunte de lo que vea a su alrededor sea comestible o no) , bailar a lo afro (con contorciones arrítmicas), vestirse combinando incombinables, maquillarse a lo empleada municipal de Gasalla y colgarse cuanta bisutería encuentre por ahí.
Mientas, yo, con casi 40 años, me animo a rehacer la pregunta: ¿qué querés ser, Samanta, cuando seas grande? La respuesta que estuvo  siempre a mi lado se hace vívida. Miro a mis hijos y les sonrío deseando que cuando sea mayor estén orgullosos de mí.

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