Ejecuta magia, un movimiento a escondidas. Las agujas que tejen día y noche una manta para taparte lo hacen solas. El vientre de caricias tiene una canción que vuelve de la infancia. ¿La oyes? ¿Estás bien? ¿Te cuido bien? Mi bebé que crece, mi bebé dentro, como mi duda.
Llegó el día de la 4D. Termino de guardar algunos bártulos en el bolso y encuentro el folleto de la clínica que me da un mensaje que interpreto así: "si usted no es una mileurista, conozca a su hijo por sólo 150€." Lo doblo al medio, como si fuera una quesadilla, con la esperanza de que las letras se derritan y se peguen entre sí. La emoción que vengo sintiendo hasta el momento, ahora, me queda un poco incómoda.
Voy a la nanococina y busco el frasco que yo misma pegoteé y agujereé hace dos años para juntar vueltos. Está arriba de la heladera junto al jamonero. Esas monedas y algún que otro billete gastado nunca tuvieron un destino concreto, como un montón de otras cosas que hice en la vida. Pero acá estamos de pie sin dar muchas explicaciones.
Envuelvo el frasco en un repasador y le doy con el machacador de carne. Cuando la destrucción ya está consumada, cuento los dineros y desvío la mirada sintiéndome Lily Süllös. Los vueltos se acaban de materializar en ciento cuarenta y nueve con cincuenta euros. Ni uno más ni uno menos. ¿Providencia o predicción? Tal vez, las dos cosas.
Ya en la clínica con el marido, ojeo para todos los costados. Quiero que me llamen. La emoción otra vez me calza perfecto. A una señora que espera a su hija se le cae una estampita de un santo en una de mis piernas. Como no soy capaz de distinguirlos porque los dibujan de miles de formas, la agarro y se la alcanzo sin poner ninguna atención. Es Santo Tomás Apóstol, me dice con una sonrisa. ¿El que necesitó ver y tocar para creer?, le pregunto para seguir un poco la conversación. Sí, pero tuvo muchas virtudes también, mi querida, me dice casi susurrando. ¡Ortega! Oigo que me llama una voz desde el fondo del pasillo. Respiro ansiedad. Ver a la Gurru y confirmar que está bien es algo vital. Apenas me levanto de la silla, la señora me toca el hombro. “Tuvo mucho coraje y fuerza de voluntad. Tenla tú que eligió irse contigo”. Le agradezco con una sonrisa forzada y me despido de la señora con estampita en mano. Me pregunto si también Santo Tomás sintió la necesidad vital de ver y tocar Al que le había dado una razón tan poderosa para vivir, no por desconfianza sino por falta de comprensión.
Cuando entramos al consultorio, voy directo a la camilla. El especialista va a filmar por veinte minutos a Catalina y nos dará sus primeras fotos. Sin la más mínima intensión de compartir nuestra alegría, me pone el gel frío y comienza a mover el transductor, especie de brocha sin pelo, por todo el vientre. En el monitor aparece una mancha sepia que se derrite como un helado y que el médico intenta levantar con una cucharita invisible moviendo una perilla hacia un lado y otro. ¡Está dormida!, nos dice mufado, como si hubiéramos hecho algo mal. ¿Comiste algo dulce?, me pregunta sin mirarme y de mala gana. Sí, le contesto, chocolate. Después y sin avisarme me clava la brocha en un costado y duele. Tenemos que despertarla para que te lleves algo.
Hoy, a tres años de la 4D, no cambio por nada aquella experiencia en sepias. La vi dormir, sonreír y hasta llorar (producto del brochazo en mi costado). A partir de ese día comencé a llamarla Cali, a convencerme de que puedo dar vida a otra vida única e irrepetible entregándole lo mejor de mí sin saber bien qué es.
¿Ver para creer? ¿O la necesidad vital de contar con una imagen tan poderosa que valga más que mil palabras? Tal vez, Santo Tomás algún día me explique.
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