Dos montañas rocosas. En uno de los picos estoy yo, con mi tamaño extra large y un camisón amplio hasta los tobillos, en el otro pico está el marido que duerme como un bicho bolita aferrado a su punta. Las dos puntas tienen los centímetros justos para que entren los pies uno al lado del otro. Por eso no entiendo cómo hace para dormir así, adaptándose con tanta naturalidad. Entre los picos, un precipicio imposible de franquear.
Me despierto con angustia en la boca y agradezco no estar en la montaña. Miro la hora. Una y media de la mañana. El marido duerme con placidez. Compruebo que estoy justo en el medio de la cama, donde el colchón está hundido. Me acomodo en el hueco resignada porque aunque me mueva decanto siempre en ese lugar. Cierro los ojos. Aparezco otra vez en el pico de la montaña. Levanto el brazo para rascarme la cabeza y pierdo el equilibrio; caigo por el barranco intentando clavar las uñas en la piedra. El precipicio empieza a encogerse y algo me aprieta por la espalda, me falta el aire y lanzo un gruñido. Tengo al marido encima. Me abraza con el peso de un oso mientras mi mano, con los dedos muy estirados, quiere alcanzar el borde del colchón.
Ya son las siete. Me levanto con el humor de un perro rabioso. “No entro más en la cama”, le digo al marido mordiendo una tostada y haciendo todo el ruido posible. “A mí me parece que sí entrás”, me contesta con la boca llena y riéndose un poco mientras revisa el correo en su blackberry. “Tenemos que cambiar el colchón, me mata el dolor de espaldas. Además, ese agujero negro que tiene me chupa aunque me ponga en el borde y tengo pesadillas”. “Cambiamos el colchón, entonces”, me dice agarrando las llaves del auto. Sonriendo me da un beso de hasta-la-noche lleno de mermelada de frutos rojos.
Después de cenar sentados en el piso (tenemos una única mesa ratona) me doy cuenta de que tengo las piernas dormidas y necesito un críquet para levantarme. Me obligo a pasar por la posición perrito para ejecutar el siguiente movimiento que me permite hacer palanca con la mesa y así poder pararme. “Hay que comprar una mesa normal, necesito sentarme como una persona normal y en una silla normal”, le digo de mala gana porque veo que está ajeno a la incomodidad in crescendo que padezco. El marido estira los labios y me promete, con voz paciente, lo que yo necesite.
Antes de acostarme pongo la colchoneta de yoga en el piso del lado mío de la cama (era el lado del marido hasta que me embaracé porque es donde va a entrar el moisés) y hago los ejercicios que me enseñaron en el curso para embarazadas. Se me viene a la cabeza un musulmán orando. Son ejercicios que una persona muy mayor podría hacer sin la menor dificultad. Eso me hace sentir 30 años más vieja. ¿Dónde quedó la mujer que caminaba infinito y bailaba flamenco hasta romper los zapatos?¿Dónde quedaron los gustos por el café y la comida china?¿Por qué todo me queda chico: la cama, las aberturas de las puertas, el asiento del auto, las personas que antes me parecían voluminosas?¿Quién soy?¿Por qué me da asco maquillarme y pintarme las uñas?¿Qué son estos pies que parecen empanadas, si siempre fueron delgados, delicados y armoniosos?¿Por qué no puedo dormir de noche si siempre fui un tronco?
Me pongo de costado sobre mi lado derecho y Cali empieza a patearme. Giro al izquierdo y se calma. Vuelvo a hacer la prueba porque me es incómodo el izquierdo. Pum, pum me hace con su patita. Me pongo boca arriba. Me cuesta respirar en esta posición. Cansada de sentirme una croqueta rellena a la que están empanando, me levanto y me voy al sillón. Me quedo sentada hasta que se me cierran los ojos.
Amanezco en el cuarto de servicios acostada en el futón. Es comodísimo. Tiene una inclinación hacia el respaldo donde me apoyo y la panza me queda descansando en la parte más alta. Le comento al marido que voy a trasladar mi sueño al sofá cama americano y no le causa mucha gracia. A la hora de la comida, aparece de sorpresa en casa y me pregunta si quiero un salchichón con jamón y le hago un gesto nauseabundo. “Tengo un regalo, cerrá los ojos”. Y me lleva hasta la cama de la mano. “Listo”, me dice cuando estamos ahí, en la habitación. Una especie de salchicha gigante de peluche se extiende a lo largo del colchón. “Acostate, dale”, me dice ilusionado. Lo miro raro pero hago lo que me pide. “Ahora, abrazala y poné un extremo entre las piernas”. A penas hago contacto con el embutido de bolitas de telgopor me doy cuenta de que mi vida está por cambiar. “Ahí está”, dice. “Un hermoso salchichón con jamón”.
1 comentario:
Venga que ya no queda nada para verle la carita al bebe :-)
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