Domingo 28 de noviembre de 2010. 41 semanas. Cali parece estar tan a gusto acá dentro… Con el dedo índice recorro en espiral el vientre abultado hasta llegar al ombligo. Me da un escalofrío placentero y creo que a ella también porque empieza a moverse dando patadas y culetazos. Pero, si hoy no me pongo de parto, mañana me inducen.
Los suegros pudieron mover unos días la fecha de regreso a Buenos Aires y están con nosotros (marido, bebé en panza y yo). Afuera, el frío de otoño introduce al invierno en tazas de chocolate humeante y churros que se adivinan a través de cualquier ventana.
Al atardecer, como juego, después de volver de Patones de Arriba, un pueblito acuarelable, como dice mi suegro, empezamos a contar cada cuánto la panza se pone dura. Al rato, echamos a las visitas porque presentimos que el juego se va a poner pesado. Tan pesado que voy a terminar jugando en el suelo.
Lo que viene después debe de ser una versión de lo que todas las mamás han vivido. Las contracciones van llegando como una onda expansiva. Es inevitable que termine en cuatro patas sobre el suelo y ahí siento la conexión con el resto de los mamíferos. El dolor es inaguantable pero estoy lejos de tenerlas al ritmo que me piden. ¿Cómo voy a hacer para soportarlo? Pienso en esas pocas madres que me contaron que no sintieron nada y me da una envidia feroz que sale en un grito áspero y agudo. El marido calienta las manos en los radiadores para ponerlas en mi espalda con el afán de aliviar el síntoma inexplicable. Decido que es mejor no esperar más, que este dolor no es humano sentirlo y salimos para el sanatorio. Cuando llegamos me dicen que no tengo dilatación prácticamente pero estoy decidida a que me dopen lo antes posible. No soy capaz de resistir una contracción más.
Lo próximo que sé es que estoy en un quirófano helado, parece la cámara de un frigorífico. Tengo puesto un camisón veraniego de tela fría. No sé de dónde saqué que era mejor vestirme de verano en pleno invierno anticipado.
El anestesista entra sin saludar y de muy mala gana me ordena que no se me ocurra moverme que me tiene que poner la epidural y es peligroso si pincha mal. Al tirarme un líquido frío en la espalda mi reacción es arquearla, por reflejo, y ahí me grita que no vuelva a hacerlo.
El marido está estacionando el auto, si estuviera acá le pediría telepáticamente que lo ponga en su lugar.
No sé si tiene sentido contar que a los minutos me descompongo y no vomito porque no tengo nada en el estómago, estoy muy mareada y una enfermera que monitorea me dice que paré de tener contracciones.
Creo que después me quedo dormida. Cuando abro los ojos estoy en un cuartito angosto y oscuro, el marido está sentado en una silla sin desistir. El tipejo entra para pincharme otra vez. Tampoco me dirige la palabra. Pero, para qué opacar algo tan lindo diciendo que, esta vez, la anestesia se desparrama por todo el cuerpo y me deja como una bolsa de arpillera sobre una camilla, que quiero vomitar pero tengo dormida la garganta. No sé qué pasa después.
Cuando abro los ojos, el marido sigue a mi lado pálido pero entero. Escucho a la obstetra que supongo que piensa que sigo dormida porque dice: ¿Quién le hizo esto? Lo próximo que sé es que me llevan al quirófano y empiezo a pujar con fuerza. Las palabras lindas comienzan a flotar en el aire: ¡Pero, cuánto pelo tiene! ¡Si se puede tocar la cabecita! ¡Ahí viene, dale pujá, llamá al doctor XXX, decile que baje!
A los minutos tengo a un colega de la doctora, de dos metros, aplastándome el abdomen porque al parecer Cali está en diagonal y trabada. Entre pujo, transpiración y grito le suplico que haga palanca más abajo del esternón que me lo está rompiendo y duele mucho. Creo que me manda a freír churros pero, al menos, lo hace y puedo seguir con mi tarea.
Al ratito sacan a Cali y la apoyan unos segundos sobre el camisón frío. Se la llevan. Me la traen envuelta y me exigen que no la tenga nadie más que yo por dos horas. ¿Y la teta? Nadie me dice nada. Pero ahora no importa. Cali ya está en mis brazos y es la beba más linda del mundo.
El marido llora y me dice que lo hice un hombre feliz.
De mí, tu vida.
Mi propia necesidad.
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