Después de respetar a raja tabla la
orden de mantener a Cali por dos horas a mi lado (sin moverla) toda envuelta en
ropas y mantas, de no ponerla en el pecho y no dejársela ni al marido, comienza
la peripecia de darle de comer. Cali quiere dormir y las enfermeras y
puericultora me insisten en que debo despertarla cada tres horas. La pena me
carcome. Está tan agotada como yo pero yo estoy empastillada y el subidón no me permite intuir las semanas de
recuperación física y emocional que se me avecinan.
Refugiada en la habitación del
sanatorio, me convenzo de que saldré exitosa en esto de amamantar, algo que me
fascina y obsesiona porque para mi madre fue prohibitivo. Hoy, me gustaría
saber el motivo para barrer con el fantasma que me persigue desde que quedé
embarazada. Respiro cuando constato que el camisón está mojado y sale leche sin
pedir permis
o. La felicidad va a romper el hechizo latente.
Entra una enfermera. Me sugiere
con un tono de dulzura amenazante que tengo que despertar a Cali. Al rato, como
ve que no lo hago, toma a Cali con sus manazas y comienza a zarandearla, a
darle palmaditas en las mejillas hasta que logra que abra un poco los ojos.
Intenta ponerla en el pecho a la fuerza. Cali quiere dormir.
Un poco más tarde, viene una
monjita o algo parecido (porque no usa la típica ropa de monja) y me enseña un
mini biberón que se lo conecta a la boca de mi beba que sigue con los ojitos
cerrados. “Ella ahora tiene que alimentarse bien. No te preocupes por tu leche
que va a tardar en bajar y no va a tener problemas en prenderse”. Parece una
caricia llena de experiencia. Sin embargo, lo recibo como una bofetada. Esta
supuesta caricia me inyecta culpa y miedo, el primer paso que me aleja de la
necesidad desesperada de seguir dándole vida a través de mi cuerpo.
Las pastillas no me permiten
sentir con claridad. Al caer la noche me convencen fácilmente de que es mejor
que las dos durmamos bien. Así Cali pasa sus primeras noches en la nursery.
Avanzan los días y vamos por el
cuarto. Acá, en España, no tienen apuro de que te vayas. Y no me quiero ir. ¿Cómo
voy a poder cuidarla tan bien como la cuidan acá? No sé ni cómo hacer para que
haga caca. Porque no hace. Además, la semilla de la culpa está enterrada y
germina con el lema: “ella ahora tiene que comer bien” y mi leche se retrae.
Una infección urinaria ayuda a la causa. La felicidad queda espolvoreada de
confusión y angustia.
Aun así llega el día. Lo que pase
afuera del sanatorio será distinto.
Tomo una bocanada de aire. En la
calle caminamos hacia el auto que está a unas cuadras. La distancia se me hace mucha,
las luces quieren atravesarme el cuerpo y los edificios se mueven un poco. Cali
está quietita en su huevito (maxi-cosi como se dicen por acá). El auto se pone
en marcha como, al parecer, nuestras nuevas vidas.
Voy en la parte trasera del
coche. Lloro conteniendo al mirar por la ventana. Voy a decirle al marido, si
pregunta, que son cosas de las hormonas para que no se preocupe. Le devuelvo a
Cali la mirada enrojecida. Una pregunta (que parte de un lugar sin edad) me
quema: ¿dónde estás mamá?
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