De chica era: ¿cuco, estás?, para jugar
a esto de esconderse y aparecer o taparse los ojos con las manos y sorprender
después al bebé con alguna cara ridícula. A mí no me hace falta.
Hace unos días me pesqué algo y ando
con dolor de garganta. Desde entonces el barbijo es una especie de tatuaje
facial movedizo. Movedizo y traicionero porque, cuando estoy en un momento crucial
como el de adosarle la mamadera a Mateo, repta hasta llegar al medio del
ojo y de ahí parece no salir. Esto me pone
muy nerviosa pero intento dominarlo porque me contaron que la mente todo lo
puede y porque si no me da el ataque de tos, justo cuando no estoy chupando el
caramelito para la garganta. Frente a
esta situación desesperante de no ver nada, de no saber si le estoy dejando
la pupila blanca de leche y de tener la sensación de que me falta el aire al
ver menos, no me queda otra que sacar la lengua. La consigna es clara y
directa: tiene que salir de la boca puntiaguda y firme, tocar al barbijo y arrastrarlo
hacia abajo una y otra vez para acomodarlo, al menos, un poco.
Por fin, cuando el panorama se
aclara y tengo la vista libre, descubro que todo este tiempo le estuve dando la
mamadera por el cachete. Lógicamente, no comió nada. Pero a él no le importa,
me mira y se sonríe como disfrutando de la situación y me hace una carcajadita.
Da la impresión de que tiene ganas de jugar. Bufo detrás del barbijo. Es que la
máscara de cuco lo está pidiendo y parece que Mateo también: ¡Peek a boo, Mate!,
le digo.
Así es como la mamadera queda para dentro de
un rato, con un caramelito para la tos, por si las moscas.
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