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Tercer trimestre: No hay mal que dure 100 años

En este trimestre me empiezan a pasar cosas que voy incorporando como si de eso se tratara la vida a partir de ahora: 

1- Atarse las sandalias (o cualquier otro calzado que requiera un mínimo de maniobra) me pone en la piel de mi abuela Nelly. Toda ella con sus pechos repletos y su torso lleno de mujer a la antigua. Con esa barriga blandita, mullida, del color de la ricota, sin complejos y grande como una almohada. “Mirá nena…”, me decía tocándose sus atributos tan femeninos para ella, haciéndolos rebotar sobre la palma de sus manos, “…y eso que tengo 75 años”. La verdad es que no estaban nada mal para su edad. La cosa es que tenía que pedirle ayuda a mamá constantemente para ponerse los zapatos, no porque estuviera incapacitada sino porque hacía más rápido que intentar negociar con su barriga para que le dejara realizar la tarea. Satírico además de peligroso. Ni hablar de cortarse las uñas de los pies. Bueno, en esas estoy yo. 

2- Untarse crema anti-estrías mañana, tarde y noche comienza a ser un mal necesario y casi obsesivo porque soy estriosa. Si bien hoy puedo convivir con las que ya tengo no podría soportar la idea de incorporar más grietas por no haberlo intentado. Muchos te dicen que las cremas no sirven para nada. Poco a poco voy dándome cuenta de que no es así. Hay cremas que te hacen perder el tiempo, es verdad, pero otras, si son de laboratorios o marcas confiables, sí dan resultados. Si me dijeran que tengo que lavarme los dientes y untar el sándwich de jamón y queso (que como casi a diario porque es lo primero que visualizo al despertar) con este ungüento para que no me salgan más, también lo hago. 

3- McDonald’s se transforma en un hábito poco bajas calorías pero casi vital. Entre saciar antojos y comer algo de carne es la excusa para no fallar al bocado adictivo. Así es como, sin darme cuenta, en dos semanas aumento divinamente 4 kilos. 

4- Las conversaciones fluidas se ralentizan, se traban y hasta, a veces, se abandonan ante la vergüenza de hablar dialectos raros y decir Gulu Clan en lugar de Ku Klux Klan (supongo porque vendría al caso). Por unas semanas se me dio por hablar al revés. Y eso que es más difícil pero así de espontáneo decía rocho en lugar de chorro. 

5- La pérdida del equilibrio, según te instruyen los teóricos, es por el desplazamiento del eje. Yo digo: “ajá, OK, no hay problema, puedo superarlo”, pero de ahí a que choque con una de las dos paredes del pasillo y empiece un efecto ping-pong siendo yo la pelota rebotona es algo sorpresivo que no viene en la sección de efectos secundarios del manual de instrucciones del embarazo. 

6- En este trimestre la comida vuelve a ser un placer y una amenaza porque sé que si como una miguita de más mañana esa miguita se transforma en un kilo extra. 

7- Bajarse del auto es triste. El marido estaciona como lo viene haciendo siempre y cree que voy a poder salir teniendo un árbol justo al lado de la puerta. Claro que antes, naturalmente, metiendo un poco de panza y culo podía salir sin problemas (como un ratón pasa por debajo de la puerta haciéndose finito como un papel) pero los tiempos cambian y ya no se puede. Ni tampoco levantar la pata que me pide que levante para esquivar la bolsa de basura que hay junto al árbol. 

 8- Lloro, tengo inseguridades que atrapan miedos y tengo lagunas. Pienso que no voy a ser capaz de ser una buena madre, de cuidar bien del bebé porque se me queman las lentejas, la sopa y se me inunda el baño por dejar llenar la bañera. 

9- Las manos de manteca me traicionan en el momento menos pensado. Estoy guardando las cosas del lavavajillas y al acomodar los vasos en los estantes que hay justo por encima se caen formando una catarata de estruendos. El ruido me deja petrificada por unos segundos. Después, la soledad del departamento y mi angustia por ser algo torpemente peligroso me hace desmoronar en lágrimas. 

Por suerte, todo esto pasa. Pasa y uno va por más aferrado a lo grandioso de dar vida y recibirla.

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