Siempre me las ingenio para encontrar tiempo y hacer las
cosas que no me gustan o las que debo, carga divina de culpa con la que me ducho
todas las mañanas. Por lo general, lo que sí me gusta termina siendo residuo de
algún hobby que nunca sostengo más allá
de un par de semanas (si encuentro la clase ideal de yoga la tengo que cambiar
por kinesiología porque el ciático me paraliza una pierna; si empiezo a
escribir me lesiono misteriosamente el ojo durante el sueño generando una
keratitis, quizás, según el oftalmólogo, por haber dejado el ojo abierto y
apoyado en la almohada. Me pregunto si esto es ridículamente posible).
Por una cosa o la otra, la obligación siempre espera tranquila
en una esquina de la casa, con el gesto sutil del “Te lo dije, nena. Eso no era
para vos”. Espera necesitada de ese fracasito mío forrado con cinco vueltas de papel
film emocional. Paciente, mientras se fuma un pucho sin humo, cuando me ve
llegar, malograda por la pérdida de ese deseo ya corrupto, me toma del brazo,
me chupa las lágrimas con esa lengua áspera que tiene y me garantiza que al
final del día me dará la muy necesitada palmadita de hombros y dirá “Buena
chica, lo has hecho bien” con falsa voz de doblaje berreta de los 80’.
Mientras intento darle forma a este aglomerado de letras se
cruzan las zanahorias, los ñoquis y el pollo a la plancha, protagonistas del
almuerzo.
Esos días en los que pierdo el centro de gravedad y quedo pululando
a la buena de la corriente que sople o a las órdenes de la obligación, sucumbo
al deseo de zamparme una hamburguesa. A las 3 de la tarde de ayer, por ejemplo.
La quería con papas pero como ya había almorzado, me negaba a gastar lo que
vale una hamburguesa, así que la pedí sin queso ni nada. Así nomás, pan y
carne, le dije.
Una hamburguesa sin hamburguesa o un fantasma de un Big Mac.
La forma no verbal de insulto al cajero o de protesta (a medias) a mi necesidad
de comer sano o de consuelo máximo cuando me toca arrastrar suspiros y espasmos
cada 28 días.
Y esa hamburguesa de ayer, producto de bajonear después de alguna movida que tuve y me puso medio bajón,
hace hoy streaming con el McDonalds
de Las Tablas de hace unos años, mi lugar favorito del trimestre.
Un día, mientras hacía fila para pedir mi California Burger,
un señor cariñoso posa su mano en mi culo. Con rapidez la vuelve a sacar y acá nadie
vio nada.
No tuve tiempo a reaccionar y me dejó inquieta y con el ceño
fruncido de duda. Hasta me sentí mal de ser malpensada. ¿Semejante piñata puede
ser objeto de deseo?
Podía haber sido, perfectamente, la típica rozada con algún
bolso, maletín o bracito muerto (esos que van colgando sin vida al costado del
cuerpo) porque mi culo ocupatodo quedaba
a una altura rozable.
Intenté pescar alguna mirada culpable, pero el muy cobarde
no se atrevió a enfrentar la mía llena de líquido amniótico.
Después, incluso, me esforcé por ponerle dramatismo pensando
en lo que, tal vez, hubiera sido correcto decirle: ¡Cómo se atreve! ¿A una
mujer embarazada? ¿No le da asco, depravado? Y ahí escupir al piso... Bah, no. ¿Para
qué tanta pantomima? La hamburguesa iba a estar demasiado rica.
Ese día me fui del MacDonalds de Las Tablas concluyendo que fue un gesto discreto y hasta elegante. El gesto, en el fondo, de un buen hombre que buscó hacer sentir bien a una mujer desparramada alegremente en su propio cuerpo. Un hombre que pensó que sería buena idea darle algo más en lo que pensar. Y no se equivocó.
Suena el teléfono, es la obligación. Me pregunta qué estoy
haciendo. Le digo que ordenando ideas. Hace un silencio y después me dice con
voz de urgencia: voy para allá.
Apago la compu sin dejar rastros, no vaya a ser cosa de que se dé
cuenta que estuve escribiendo y me mande a sus duendecillos incorpóreos y me hagan trenzas los dedos mientras miro un rato de tele en la noche, despiste que me permite la obligación en algunas
sospechosas ocasiones.
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