Siempre estamos que nos queremos ir, pero no sabemos nunca
bien adónde. Es como esa familia que no elegís pero que te tocó y tampoco está
tan mal hasta que está todo re mal y te querés ir a la mierda.
Me preparo un té negro perfumado con dulce de leche criollo.
Como una taza no me alcanza me voy a preparar otra, mientras dejo que fermenten
un poco las mayúsculas y minúsculas de hoy.
Mi embarazo en Madrid es parte de una vida que parece lejana
e irrepetible. Por eso vale más. Y ahí la dejo para que no vuelva, a menos que
necesite llamarla, como hoy, con la nostalgia que se abre paso entre burletes y
pilas de revistas de decoración apoyadas en las ventanas.
No hay nada que hacerle, siempre hay un bandoneón
lagrimeando algo. Algo que es mejor no tener, mejor no hacer, mejor no querer
pero que se necesita extrañar y llorar de vez en cuando.
Miro por la ventana, dicen que se viene una ola de frío
polar. En esta ciudad considerada recientemente como tropical, el clima es una
confusión constante; tal vez es el reflejo mismo de la sociedad. Una semana
estamos en camiseta, la otra con guantes y bufanda; la siguiente sufrimos
inundaciones y así intentamos adaptarnos a este clima tan inestable como la
política misma que nos gobierna.
En esa vida en Madrid hay un recuerdo que rasca las hojas del cuaderno despeluchado que tengo.
Una tarde decidí hablar con mamá. La comunicación no sería
complicada, tendría que hablar en voz alta desde donde estuviera. Porque el
cielo todo lo escucha. Papá estaba muy enfermo muy joven. Mantenía una relación
con el cigarrillo inquebrantable, una relación que solo puede separar la muerte.
En la biblioteca de mi estudio (habitación donde juntamos, estemos donde
estemos, cacharros electrónicos, libros y todo tipo de papel que se multiplica como
un Gremlin pero en lugar de agua lo hace con polvo), tenía una foto de mamá-joven
a la que decidí hablarle. Durante mi
monólogo, mientras escupía tristeza y resentimiento, la foto se cae dos veces.
Nunca antes se había movido de su lugar porque quedaba sujeta por un imán a una
placa de metal. Con la primera caída frené la perorata unos segundos sin darle
mucha atención. Con la segunda, ya no tuve ganas de seguir balbuceando yoquesés.
Me sentí contenida al instante y se me pasaron las ganas de quejarme.
No dudé que mamá me estaba escuchando atentamente. Su estilo
era de pocas palabras y muchos actos. Tal vez quería darme un mensaje o un
abrazo. Hoy reescribiendo el apunte, pienso que tal vez fue un reto, una forma
de callar la pavada sensiblera que estaba soltándole. María siempre fue
práctica y no le gustaba enroscarse al compás de las hormonas. Nunca voy a
olvidarme que para ella yo pensaba demasiado.
Y acá estoy dándole vueltas al pasado, para sostener lo que
recuerdo con pinzas de cursivas e imprentas. Pensando, para contar una línea de
vida que llamo embarazo, ese que empieza con un “positivo, lo felicito”, y que no
termina nunca más. Un hijo siempre va unido a un cordón intangible que envía el
vientre materno. Ellos no lo saben todavía, no les hace falta. Por el momento.
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