Mientras escribo, tomo un té verde bien caliente y me
envuelvo en una manta de lana. Las manos están rígidas; siento frío y eso que
la habitación debe de estar a 24 grados.
Esta sensación a la que me refiero es la de haber sentido calor.
No el calor de transpirar cuando estás recién salida de la ducha o el de tener
que ventilarte la entrepierna con la tapa de una cacerola, o con lo que sea, si
estás cocinando. Hablo de un calor muy distinto, el que tiene fragancia a
juventud, con un gustito a salud delicioso
y una pizca de sensualidad.
Me miro en el reflejo del vidrio de la ventana. La imagen de
abuelita enrollada en una manta y encorvada hacia adelante me golpea con un
carterazo sin avisar.
En esta época del embarazo, los radiadores de las entrañas me
funcionaban a tope y era de máxima necesidad acorralar al marido en cada oportunidad
de confusión.
Por lo general pasaba siempre lo mismo: me ojeaba
(convencido de que no me daba cuenta) para ver si había peligro o no. Yo, siempre
ubicada en lugar estratégico, ignoraba, dándole la espalda o mirando para
abajo. Mi primera intención era esconder la desesperación vital. Después, la
cercanía ilusa pidiendo permiso para agarrar algo justo donde yo bloqueaba el
paso. Y zas. Como si tuviera una trompa de elefante, lo enrollaba por la
cintura para llevármelo al fondo. Ahora me viene el recuerdo de esos ojos
suplicantes y esa figura minúscula ante la mía, entregada a mi voluntad,
temerosa de amor.
Así pasaron estos tres meses y otros tres más, llenos de
exigencias carnales. No me fue nada mal. La plenitud era posible sin tener que ir
a la conquista de grandes horizontes, como suelo entender a la vida. Pero el verano
duró seis meses y el frío no tardó en volver, aunque eso no fue hasta que no
tuve a Cali. Garantizo que lo intenté
todo: dormir con bolsas de agua caliente o con la calefacción al mango, incluso
llegué a acostarme con medias y bufandas de lana al ver que era irreversible,
como acto desesperado para retener a una visita sorpresa que te cambia la vida y
que tiene fecha inamovible de regreso.
Me acomodo la manta que me puse sobre los hombros. Doy otro
sorbo de té verde apoyando las manos en la taza. Está frío. Aparentemente no
estoy sola en esto.
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