Me fui de casa. Por un ratito.
Estoy yendo a Maru Botana. 11 de Septiembre y Pampa. Hoy se me antoja el alfajor de almendras y dulce de leche. El otoño húmedo tiene esos caprichos.
Sin darme cuenta, porque voy mirando al cielo de Babia, contenta por tener un ratito para mí, piso caca de perro.
Caigo de Babia sin paracaídas y voy rengueando hasta donde encuentro un penacho de pasto, dirigiendo palabras soeces (como preferiría decir de forma elegante la Real Academia Española) por lo bajo. Como no sale, mojo la suela de la zapatilla en un poco de agua estancada que hay bajo el cordón de la vereda. Y vuelvo a restregar con la pata como un perro que terminó de hacer sus necesidades.
Miento, estoy ahora en Café Mos, Av. Livertador y Soldado de la Independencia.
Estoy en Mos porque necesito del sol que traspasa las paredes de cristal y Maru Botana es muy chiquito, oscuro y no tiene WiFi. Estoy en otro café y en otro día porque no pude terminar el post en el párrafo anterior.
Me permito dos medialunas y un té comunacho; están en promoción. Al té le agrego edulcorante pero como no tomo edulcorante pido que me cambien la taza y me traigan otra y miel. Una pesada. La cucharita da vueltas y vueltas, remueve el té mientras sacudo las palabras como dados para ver si sale algo.
Estoy en una punta del café, cerca del enchufe, mi portátil tiene que estar enchufado a su oxígeno para que funcione. Y mientras sigo dándole vueltas al té, entra una mujer impecable, a la moda, con un bebé chiquitito. Un cuerpo admirable. Mi edad, supongo. Me imagino que come fruta únicamente.
Exploro disimuladamente su figura y sus movimientos, buscando algún talón de Aquiles. Finjo que escribo.
Como ya tengo almacenado un litro de té, voy al baño con una buena excusa y paso justo por al lado de la madre que resplandece. Me sonríe y desvío la mirada con torpeza. Cuando estoy lavándome las manos llevo los ojos al espejo sabiendo que es mejor evitarlo porque no hay voluntad estética y tengo la forma de la almohada dibujada en el pelo.
Y ahí está todo como lo dejé la noche anterior: ojitos vidriosos rodeados de unas ojeras que puedo patear si me propusiera hacer algo de ejercicio.
Me acomodo el pelo que vuelve a su almohada invisible y siento una gran responsabilidad. Esa bella mujer o mujer que se pone bella está esperando la ofrenda de mi excusa por esta cómoda y descuidada apariencia.
Cuando abro la puerta para salir del baño, ya no estoy en el café. Aparezco en Madrid, en el consultorio de la obstetra de Las Tablas que queda en frente de casa. Me toca la ecografía de la semana 20.
El corazón y los jugos gástricos suben y bajan como un yoyo. Me extiende su huesuda mano para saludarme. Me mira a los ojos como si nada. Llevo un antifaz de lentejuelas tornasoladas y diminutas plumas blancas. Tradición familiar, le diría si me preguntara. O la nueva máscara anti-age, si quisiera hacerme la chistosa. Además, estoy segura de que los anteojos son la versión actual de lo que llevo puesto, agregaría. Así que tampoco es para tanto.
Pero no me pregunta nada, aunque me muerda de ganas el labio inferior.
La cosa es que para cada eco abro el pequeño armario antiguo que heredé de mamá y ella de mi abuela y mi abuela de su madre y la madre de mi abuela de su tatarabuela. Está lleno de antifaces y caretas. Es una forma de inmunidad, llena de carácter y poder ajeno. Antifaces contra el miedo, caretas repelentes de palabras cortantes, máscaras esconde penas. Los héroes siempre las usan por algo.
En la eco de la semana 20, la obstetra nos confirma que además de estar todo bien vamos a tener una niña: “tiene medidas perfectas”, nos felicita sin mirarnos a los ojos. El antifaz ya no es necesario y me lo saco. Aprendí a compartir las lágrimas de emoción hace un tiempo. Ahora me toca respirar hondo hasta el próximo control.
La siempre simpática doc. agrega como postdata, sin quitar la atención del monitor: “pero mírala, si es guapísima”.
Subo despacito el antifaz, por un costado, y me lo coloco de nuevo para que no se note. Que no se note que hago fuerza con el ojo y a pesar de ello sigo viendo una mancha blanca sobre una negra. Para que no lea el gesto de duda y desconfianza porque no sé si me está tomando el pelo. Y al final, para ocultar la culpa por ser incapaz de reconocer la belleza blanquecina de mi hija.
Nos despide chau, chau hasta la próxima, sin mucho más. Y en eso que está por cerrar la puerta me pide que espere. “Esto es tuyo”, dice al extender el antifaz que de la emoción había olvidado sobre la silla.
Cuando salgo del consultorio estoy otra vez en Mos. Vuelvo a pasar por al lado de la madre que irradia perfección. Con su bebé están en otro mundo. Ella no tiene ojeras a la vista. Pero las mías, que intuyo circulares como las del lémur, ya no me importan mucho. La tradición se lleva en la sangre.
Estoy yendo a Maru Botana. 11 de Septiembre y Pampa. Hoy se me antoja el alfajor de almendras y dulce de leche. El otoño húmedo tiene esos caprichos.
Sin darme cuenta, porque voy mirando al cielo de Babia, contenta por tener un ratito para mí, piso caca de perro.
Caigo de Babia sin paracaídas y voy rengueando hasta donde encuentro un penacho de pasto, dirigiendo palabras soeces (como preferiría decir de forma elegante la Real Academia Española) por lo bajo. Como no sale, mojo la suela de la zapatilla en un poco de agua estancada que hay bajo el cordón de la vereda. Y vuelvo a restregar con la pata como un perro que terminó de hacer sus necesidades.
Miento, estoy ahora en Café Mos, Av. Livertador y Soldado de la Independencia.
Estoy en Mos porque necesito del sol que traspasa las paredes de cristal y Maru Botana es muy chiquito, oscuro y no tiene WiFi. Estoy en otro café y en otro día porque no pude terminar el post en el párrafo anterior.
Me permito dos medialunas y un té comunacho; están en promoción. Al té le agrego edulcorante pero como no tomo edulcorante pido que me cambien la taza y me traigan otra y miel. Una pesada. La cucharita da vueltas y vueltas, remueve el té mientras sacudo las palabras como dados para ver si sale algo.
Estoy en una punta del café, cerca del enchufe, mi portátil tiene que estar enchufado a su oxígeno para que funcione. Y mientras sigo dándole vueltas al té, entra una mujer impecable, a la moda, con un bebé chiquitito. Un cuerpo admirable. Mi edad, supongo. Me imagino que come fruta únicamente.
Exploro disimuladamente su figura y sus movimientos, buscando algún talón de Aquiles. Finjo que escribo.
Como ya tengo almacenado un litro de té, voy al baño con una buena excusa y paso justo por al lado de la madre que resplandece. Me sonríe y desvío la mirada con torpeza. Cuando estoy lavándome las manos llevo los ojos al espejo sabiendo que es mejor evitarlo porque no hay voluntad estética y tengo la forma de la almohada dibujada en el pelo.
Y ahí está todo como lo dejé la noche anterior: ojitos vidriosos rodeados de unas ojeras que puedo patear si me propusiera hacer algo de ejercicio.
Me acomodo el pelo que vuelve a su almohada invisible y siento una gran responsabilidad. Esa bella mujer o mujer que se pone bella está esperando la ofrenda de mi excusa por esta cómoda y descuidada apariencia.
Cuando abro la puerta para salir del baño, ya no estoy en el café. Aparezco en Madrid, en el consultorio de la obstetra de Las Tablas que queda en frente de casa. Me toca la ecografía de la semana 20.
El corazón y los jugos gástricos suben y bajan como un yoyo. Me extiende su huesuda mano para saludarme. Me mira a los ojos como si nada. Llevo un antifaz de lentejuelas tornasoladas y diminutas plumas blancas. Tradición familiar, le diría si me preguntara. O la nueva máscara anti-age, si quisiera hacerme la chistosa. Además, estoy segura de que los anteojos son la versión actual de lo que llevo puesto, agregaría. Así que tampoco es para tanto.
Pero no me pregunta nada, aunque me muerda de ganas el labio inferior.
La cosa es que para cada eco abro el pequeño armario antiguo que heredé de mamá y ella de mi abuela y mi abuela de su madre y la madre de mi abuela de su tatarabuela. Está lleno de antifaces y caretas. Es una forma de inmunidad, llena de carácter y poder ajeno. Antifaces contra el miedo, caretas repelentes de palabras cortantes, máscaras esconde penas. Los héroes siempre las usan por algo.
En la eco de la semana 20, la obstetra nos confirma que además de estar todo bien vamos a tener una niña: “tiene medidas perfectas”, nos felicita sin mirarnos a los ojos. El antifaz ya no es necesario y me lo saco. Aprendí a compartir las lágrimas de emoción hace un tiempo. Ahora me toca respirar hondo hasta el próximo control.
La siempre simpática doc. agrega como postdata, sin quitar la atención del monitor: “pero mírala, si es guapísima”.
Subo despacito el antifaz, por un costado, y me lo coloco de nuevo para que no se note. Que no se note que hago fuerza con el ojo y a pesar de ello sigo viendo una mancha blanca sobre una negra. Para que no lea el gesto de duda y desconfianza porque no sé si me está tomando el pelo. Y al final, para ocultar la culpa por ser incapaz de reconocer la belleza blanquecina de mi hija.
Nos despide chau, chau hasta la próxima, sin mucho más. Y en eso que está por cerrar la puerta me pide que espere. “Esto es tuyo”, dice al extender el antifaz que de la emoción había olvidado sobre la silla.
Cuando salgo del consultorio estoy otra vez en Mos. Vuelvo a pasar por al lado de la madre que irradia perfección. Con su bebé están en otro mundo. Ella no tiene ojeras a la vista. Pero las mías, que intuyo circulares como las del lémur, ya no me importan mucho. La tradición se lleva en la sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario