Acabo de esterilizar una mamadera
de Dr. Brwon’s. No entiendo por qué sigo insistiendo en darle la leche en este
cacharro aparentemente sofisticado cuando sigue con miles de gases. Creo que en
el fondo, como no le pude dar la teta, busco la manera de compensar tamaño
emprendimiento que es el de amamantar y, a la vez, limpiar la culpa de no haberlo
lograrlo.
Miro la mamadera desarmada y me
repito que es la extensión virtual de mi teta, me guste o no. Y qué mejor que
elegir un “natural flow” para que el
niño sienta placer, casi el mismo que le genera succionar el pecho. Ensamblo
las partes. Tampoco es mi caso y bufo. Mateo se retuerce cuando come, parte por
el reflujo semi medicado y parte por las burbujas con olor a brócolis que tiene
en su pancita. Una enfermera que me está ayudando de vez en cuando me explicó
que el bebé los va a tener de todas formas porque parte de la leche se gasifica
(la otra se absorbe y el resto se elimina).
Ahora guardo los tres cepillos de
distinto tamaño que tengo que usar para limpiarla, además del medio litro de
detergente. Estoy convencida de que con los años me aficiono más a complicar lo
que puede ser más sencillo.
Respiro hondo. El marido me dice
que ni se me ocurra cambiar de marca justo ahora que le estamos encontrando la
vuelta. La vuelta en espiral, le digo. Y bueno. Algo más que se incorpora a la
rutina. Además, es parecido a rezar el Rosario, pienso. Es como una penitencia
que me induce a meditar si estoy concentrada en lo que estoy haciendo o un esparcimiento
mental donde mi cabeza puede terminar en cualquier parte ridícula de un diálogo
mal terminado y remendarlo. Algunas veces hasta me sirve para expiar penas.
Hoy, por ejemplo, lavar tres mamaderas me alcanzó para llorarme todo sin que
nadie se diera cuenta. El ruido del agua saliendo por la canilla cubrió hasta
la soplada de mocos.
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